La hora del movimiento: pensamiento, doctrina y resistencia

Opinión30/10/2025

Por Danilo Zurita

Aleksandr Duguin escribió en X/Twitter:

«La acusación contra Guillermo Moreno es una vergüenza para Argentina. El peronismo ganará. Pero supongo que la próxima versión del peronismo debe desarrollarse en un sentido metafísico. Los argentinos deberían profundizar en la doctrina de Perón. Tiene que ser un peronismo metafísico.»

Más allá de la procedencia del comentario, su diagnóstico toca un nervio profundo: lo que está en juego hoy en la política argentina no es solo administración, cálculo electoral o disputa de cargos; es sentido, raíz y horizonte de un movimiento que ha marcado la historia del país. La política que pierde su fundamento ético y espiritual se reduce a gestión mecánica; y el peronismo, desde sus orígenes, no se construyó para eso: nació como doctrina que afirmaba la dignidad del pueblo, la centralidad del trabajo y la justicia como eje del orden nacional.

Juan Domingo Perón —a quien podemos nombrar filosóficamente “Descartes” del pueblo argentino— comprendió que el hombre moderno no podía ser reducido a engranaje ni a cifra estadística. Su visión no se limitó a estrategias o programas de gobierno; buscó reconstruir una comunidad donde política y ética fueran inseparables, donde el Estado reflejara la virtud colectiva y cada ciudadano fuera sujeto de historia y protagonista de destino. La Comunidad Organizada no era una receta administrativa; era la encarnación del deber moral y de la justicia social, una estructura que debía nutrirse de la conciencia del pueblo y del respeto a su dignidad.

Ese principio no surgió en un vacío. Licurgo enseñó que la ley solo existe si refleja la virtud de la polis; los estoicos recordaron que la libertad verdadera depende de la coherencia moral; Cristo proclamó que la fraternidad y la justicia son mandatos que trascienden toda política. La doctrina social cristiana —desde Rerum Novarum de León XIII hasta Quadragesimo Anno de Pío XI— insistió en la centralidad del trabajo, la dignidad humana y el bien común como ejes de la comunidad. Perón tradujo esas enseñanzas a la realidad argentina, construyendo un orden donde la moral y la acción política eran inseparables, y donde la justicia social no era promesa ni retórica, sino estructura tangible de la vida cotidiana.

La literatura y la cultura nacional refuerzan esta visión. Leopoldo Marechal, en su pensamiento poético y filosófico, recordaba que la política sin mito es estéril; que todo héroe es, en el fondo, un metafísico en acción. Evita, en su testamento político, lo resumió: «El peronismo será revolucionario o no será nada» —porque la revolución no es técnica: es conversión del alma colectiva. José Hernández, en Martín Fierro, nos enseñó que la ética del pueblo se forja en la lealtad, la fraternidad y la resistencia frente a la injusticia. No son adornos literarios: son la expresión de un ethos colectivo que atraviesa generaciones. Tomás Moro, Plutarco, Lord Chesterfield y Luigi Taparelli nos recuerdan que la organización de la sociedad requiere combinar utopía, virtud, prudencia y derecho natural. La Argentina, desde su historia y su identidad, sintetiza todas estas enseñanzas en una posibilidad concreta: un pueblo que se sabe moralmente responsable de su destino y capaz de transformarlo.

Hoy, esa dimensión ética y doctrinaria se encuentra tensionada por poderes que buscan disciplinar y limitar al movimiento popular: político, económico, mediático y judicial. En este contexto, Cristina Fernández de Kirchner emerge como conductora de la etapa actual del movimiento. No se trata de liderazgo meramente táctico o electoral: es símbolo y fuerza capaz de quebrar la inercia de los sistemas que pretenden someter al pueblo, no para ganar elecciones, sino para restaurar el orden moral que los poderes fácticos intentan disolver. Su figura representa la continuidad de la doctrina, la memoria del proyecto y la posibilidad de acción frente a estructuras que intentan neutralizar la justicia, la soberanía y la participación popular.

El desafío contemporáneo no es revivir fórmulas del pasado ni caer en la nostalgia: es recuperar la coherencia entre ética, doctrina y acción política, reconstruir el hilo que une la historia de los trabajadores, el pensamiento social cristiano, la filosofía moral y la cultura nacional. Mientras los poderes fácticos busquen mantener la inercia, la Argentina necesita líderes capaces de comprender que la unidad del pueblo no es cálculo político sino destino histórico, y que la política auténtica no puede renunciar a su dimensión moral y transformadora.

Esa recuperación doctrinaria implica volver a pensar la justicia social como principio, y no como concesión; el trabajo como derecho y deber ético; la fraternidad como motor de la acción colectiva. La experiencia histórica enseña que cuando la política se entiende como extensión de la moral, el pueblo deja de ser objeto pasivo de decisiones ajenas y se convierte en sujeto activo de su propia historia. La verdadera fuerza transformadora aparece cuando liderazgo, comunidad y doctrina se integran en un proyecto común, capaz de desafiar la injusticia y los sistemas de poder que buscan contener al pueblo.

La historia argentina ofrece lecciones claras. La política sin profundidad doctrinaria se degrada en administración vacía y cálculo coyuntural. La política que combina sentido moral, acción estratégica y compromiso con el pueblo tiene capacidad de cambiar estructuras, transformar realidades y recuperar la dignidad colectiva. En ese horizonte, la figura de Cristina Fernández de Kirchner no es un símbolo de resistencia circunstancial, sino conductora que encarna la posibilidad de romper la inercia del poder político, económico, mediático y judicial, de devolver al movimiento la fuerza histórica que lo define y de poner nuevamente al pueblo en el centro de su destino.

Recuperar el peronismo en su dimensión más profunda implica pensar en términos de ética, justicia, fraternidad y responsabilidad histórica. Significa reconocer que la Patria no se hace solo con gestión; que la historia se sostiene en la moral de los ciudadanos y en la coherencia de los líderes; que, como escribió Perón en 1973, «la conducción política es, ante todo, conducción de almas»; que el trabajo, la educación y la organización social no son concesiones, sino derechos y deberes que reflejan el orden natural de la vida en comunidad. Significa, en definitiva, volver a la doctrina de Perón no como archivo o nostalgia, sino como instrumento para la acción y transformación política.

El momento es urgente. La Argentina enfrenta tensiones de poder y estructuras que intentan mantener la inercia, pero también cuenta con una historia rica en ejemplos de audacia, solidaridad y pensamiento estratégico. Recuperar la coherencia doctrinaria y la fuerza moral es el único camino para que la comunidad organizada deje de ser una aspiración y se convierta en realidad. Esa es la verdadera tarea del movimiento en esta etapa: pensar, actuar y resistir con claridad y convicción, liderados por quienes comprenden que la política es extensión de la ética y que la historia pertenece a quienes se atreven a asumirla.

En definitiva, la Argentina necesita una política que no se limite a administrar problemas, sino que transforme la realidad a partir de principios. Necesita líderes y pueblo capaces de reconocer que la justicia social, la fraternidad y la dignidad no son decorados, sino fundamentos de la acción colectiva. Mientras los sistemas de poder intenten frenar el impulso del pueblo, solo la fuerza de la doctrina, la coherencia histórica y la convicción moral pueden abrir caminos. Cristina Fernández de Kirchner, como conductora de esta etapa, simboliza esa posibilidad: romper la inercia, recuperar la iniciativa y devolver al movimiento el protagonismo histórico que le pertenece.

El llamado es claro: reconstruir sentido, coherencia y horizonte. Recuperar la doctrina no como archivo, sino como herramienta de transformación real. El peronismo, en su dimensión más profunda, sigue siendo un proyecto moral y político capaz de enfrentar cualquier obstáculo. La tarea del presente es comprenderlo, encarnarlo y expandirlo, para que el pueblo vuelva a ser sujeto activo de su historia, y no objeto pasivo de estructuras ajenas.

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