Un argentino ante Dios

Rebeldía y compasión, el legado del Papa Francisco.

Editorial21/04/2025

Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, ha partido. Su última aparición pública, apenas ayer, en el Domingo de Resurrección, pareció una despedida tan serena como poderosa, como si él supiera que ese sería su último gesto terrenal. Hoy, ese argentino universal, el más importante de nuestra historia, se presenta ante Dios. Y nosotros, dolidos, damos testimonio de una vida que tocó el corazón de millones, que incomodó a los poderosos y que abrazó como pocos a los olvidados.

Francisco no fue un pontífice más. Fue un rebelde con causa, un pastor que caminó descalzo por los márgenes del mundo. Su papado fue un grito sagrado, un llamado a “hacer lío”, a no mirar para otro lado frente a la injusticia, a no quedarse cómodamente dentro de los templos mientras afuera moría la esperanza. Su voz, suave y firme, cuestionó a los imperios del dinero, denunció la destrucción del planeta y exigió dignidad para los descartados del sistema. No fue neutral: eligió a los pobres.

Hijo de inmigrantes italianos y forjado en el barrio de Flores, Bergoglio llevó su identidad argentina hasta los rincones más altos del Vaticano. Nunca renegó de su origen. Al contrario, lo hizo bandera. Fue un Papa que hablaba con el mate en la mano, que entendía de pasillos, de abrazos sinceros, de tango y de fútbol. Su sencillez fue revolucionaria. Y su liderazgo, indiscutible. Supo ser un faro espiritual en una era dominada por el ruido, la incertidumbre y el individualismo.

Durante su pontificado, rompió moldes y protocolos. Fue el primer Papa latinoamericano, el primero jesuita, el primero en adoptar el nombre de Francisco, en honor al poverello de Asís. Desde ese gesto inicial, se hizo claro que su misión sería otra: no reinar, sino servir. Visitó cárceles, hospitales, zonas de guerra. Lavó los pies de migrantes, abrazó a enfermos, pidió perdón por los pecados históricos de la Iglesia. Fue el Papa que pidió puentes en vez de muros, el que tendió la mano a otras religiones y culturas, construyendo caminos sinceros de paz y diálogo. También fue un Papa incómodo para muchos. Su crítica feroz al capitalismo salvaje, a la cultura del descarte y al clericalismo le ganó enemigos, incluso dentro de la propia Iglesia. Pero nunca retrocedió. Su encíclica Laudato Si’ fue un grito de alarma global por la Casa Común, un manifiesto ecológico y espiritual sin precedentes. Y Fratelli Tutti dejó escrita su visión de un mundo donde la fraternidad no sea una utopía, sino un camino concreto hacia la justicia y la paz.

Francisco fue también el Papa de los jóvenes. Les habló con ternura, pero también con valentía. Les pidió que no sean indiferentes, que no le teman al compromiso, que hagan lío. Los empujó a soñar grande, a construir una Iglesia viva, con olor a pueblo. Fue uno de los pocos líderes globales que entendió la urgencia de escuchar a las nuevas generaciones, no para domesticarlas, sino para inspirarlas. Su muerte profundiza una sensación de desamparo en una época necesitada de referentes morales. Francisco fue la última gran figura de poder que se decantó abiertamente por los pobres, por la comunidad y por el perdón. Su partida no solo deja un vacío espiritual; también marca el final de un ciclo donde la fe podía convivir con la rebeldía, y el amor con la denuncia.

Hoy el Papa Francisco vuelve a la Casa del Padre, y en su partida, nos deja la responsabilidad de continuar su obra. No basta con recordarlo; hay que honrarlo. Su legado exige que sigamos construyendo una fe justa para todos, una Iglesia sin puertas cerradas, una sociedad donde nadie quede afuera. Nos toca a nosotros, los que lo admiramos y lo seguimos, sostener la llama de su magisterio.

Francisco no se ha ido. Su presencia sigue viva en cada rincón donde la justicia se alza, en cada esfuerzo por tender puentes, en cada mirada de esperanza que se niega a rendirse. Su papado no fue uno de los muchos, sino el de un hombre que, desde su humildad, desafió las estructuras más poderosas y nunca dejó de caminar junto a los más necesitados. Nos deja un ejemplo claro, un mensaje profundo: la fe no es un refugio, sino una responsabilidad. Su legado no se despide con su partida, sino que nos llama a continuar su camino.

Que el pueblo argentino, que lo vio nacer, y el mundo entero que lo acogió como guía, encuentren consuelo en su descanso. El amor y la gratitud de todos los que lo vieron como faro y esperanza se elevan hoy hacia él, como un canto de paz. Que Dios lo reciba en su reino, y que su alma repose en la serenidad que tanto ofreció a los demás. Que su descanso sea merecido, porque no solo fue un Papa para el mundo, sino también un hijo querido de nuestra tierra. Que encuentre la paz eterna, porque en el corazón de todos los que lo siguieron, ya vive para siempre.

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