
La simplificación es la semilla del fracaso
La política argentina se encuentra atrapada en un clima de tensión permanente, donde cada palabra del Presidente y cada acción de su círculo interno se encuentran sometidas a un escrutinio lapidario que desde las elecciones provinciales bonaerenses ya no solo proviene del electorado, sino ahora también de los gobernadores y del mercado, quienes están sabiendo maniobrar entre el caos gracias al error del gobierno libertario. La campaña oficialista cuya narrativa terminó por nacionalizar una elección provincial como medida desesperada y la posterior derrota fueron la señal que las provincias estaban esperando para darle fuerza a sus reclamos. Por su parte, el mercado desconfía de la capacidad del gobierno para garantizar gobernabilidad y estabilidad, en especial con la negación pública de la situación económica y la aversión de cambiar el rumbo económico.
La sucesión de errores estratégicos del gobierno para gestionar el escenario electoral y a la vez ordenar a los propios, sumado a los recientes escándalos de corrupción y a la desastrosa situación económica, dan rienda suelta para un contraataque político proveniente de las provincias y, por lo tanto, mejor organizado. Históricamente, los gobernadores han sido un instrumento sensible para medir el poder. La motivación de las provincias para jugar en la política nacional tiene un fuerte componente territorial que se sostiene por las cajas provinciales, por lo que donde se vea comprometido el pago de sueldos y la gestión de la obra pública, además del dinero correspondiente por coparticipación, tarde o temprano comenzarán los movimientos de presión.
Además de detectar fragilidades, los gobernadores saben cómo organizarse para lidiar con una administración amateur. Las primeras concesiones serán fáciles, casi simbólicas, y otorgadas para aliviar la tensión mediática. La inmediatez es lo único que tiene el gobierno en el caos reinante y lo vuelve ciego para pensar a largo plazo, impidiéndole anticipar nuevas presiones y exigencias aún mayores cuando surja un nuevo fracaso parlamentario o electoral, o peor aún, con el empeoramiento del panorama económico.
En paralelo, el mercado opera con un instinto casi animal. Ante la más mínima incertidumbre, la reacción puede ser brutal: sube el dólar, se desploman las acciones argentinas, caen los bonos y se encarece el crédito. El capital financiero no espera explicaciones ni contextos: castiga al instante y luego exige garantías de corrección. No se trata de un sujeto con voluntad política, pero su comportamiento es igual de implacable que el de los gobernadores. La coincidencia es inquietante: ambos actores, con lógicas distintas, detectan la vulnerabilidad y el equilibrio de poder con extrema precisión. Y cuando eso ocurre, el margen de maniobra del gobierno se reduce de forma dramática.
El mercado se guía principalmente por la credibilidad. No se busca gestos simbólicos sino señales contundentes de disciplina fiscal, consistencia monetaria y reformas estructurales. En cambio, si se percibe improvisación o discursos contradictorios, el castigo se hace ver al instante. Un problema paradójico que enfrenta el equipo del presidente es que mientras los gobernadores presionan para conseguir fondos, el mercado exige un ajuste más severo, dejando al gobierno atrapado entre dos lógicas incompatibles: atender las urgencias políticas para sostener la gobernabilidad o aplicar las exigencias técnicas para calmar al sector financiero. Para resolver el problema se requiere no solo de pericia, sino también la capacidad de comunicar un rumbo que genere confianza en ambos frentes, algo que de momento parece imposible con un Presidente que se vanagloria de redoblar la apuesta con el rumbo económico haciendo caso omiso a lo que expresaron las urnas de la provincia más poblada del país.
Gobernabilidad inviable
En este contexto el olor a sangre no es una mera metáfora, es un diagnóstico compartido por los actores de poder. Los gobernadores perciben que el ejecutivo no tiene espaldas para resistir, y el mercado interpreta que no existe la determinación suficiente para ordenar las cuentas. Ambos se retroalimentan en una dinámica corrosiva: los reclamos provinciales tensionan el déficit, lo que incrementa la desconfianza financiera, y esta a la vez reduce la capacidad del gobierno para responder a las provincias. Es un círculo que se cierra sobre sí mismo y que, en última instancia, pone en evidencia la inviabilidad del proyecto político y económico libertario.
La inexperiencia, la soberbia, y los delirios de emperador romano provenientes de Javier Milei y de su séquito hacen que la gobernabilidad se convierta en una tarea titánica. El mismo oficialismo está acelerando su propia caída con tal de no recapacitar el rumbo. La autocrítica no es opción, el camino elegido es jugar a la guerra con acusaciones de golpe y conspiración en lugar de aceptar que el mismo gobierno es el responsable de su propia situación. Hoy, el mercado y las provincias se acercan producto de verse defraudados y traicionados por una administración que priorizó llevar a cabo el experimento de una escuela económica marginal.
El poder y los intereses no entienden de ideologías, mientras el gobierno juega, el poder ya eligió los pasos a seguir.
La derrota expone las tensiones de un gobierno que niega la realidad.
La simplificación es la semilla del fracaso
Los gobernadores y el mercado no perdonan.